sábado, 24 de noviembre de 2012

Nunca más (2): Con los pies en la Tierra

—¡NARUTO! —grité mientras sonaba el molesto ruido del despertador electrónico.
Podía sentir cómo mi corazón palpitaba con fuerza, el sudor resbalando por el perfil de mi cara, mi respiración entrecortada. El nudo en la garganta, a punto de desatarse.

Permanecí sentada y me giré para apagar el despertador, intentando hacer el menor esfuerzo posible. ¿Las cuatro y media? ¿Pero quién narices había pensado que esa hora de levantarse era sentata? Entonces, lo recordé. No había cambiado la dichosa pila desde hacía unos días, y el reloj funcionaba cuando y cómo quería. ¡BINGO! Razon por la cual solía llegar tarde al hospital.
Genial; la situación mejoraba por momentos.

Sentía un dolor punzante en la cabeza, como si miles de agujas estuvieran rozándome sin llegar a atravesar la piel que recubría la fuente de mi inteligencia.

Bueno, inteligencia. Si realmente funcionara esa parte de mi cuerpo, no le habría dejado marcharse.
Pero lo hice. Y aquí estoy, lamentándome por algo en lo que yo soy la verdadera culpable.

Recordé el grito de antes y suspiré con resignación; la visita nocturna no tardaría en poner los pies en la oscura habitación. No me molestaba que mi madre viniera a ver como estaba, pero una parte de mí no podía aguantarlo. No podía porque veía su rostro lloroso y la culpa se hacía más grande. Muchas veces pensé que este sentimiento acabaría por quebrarme la espalda, la carga aumentaba y me asfixiaba. He hecho demasiado daño a la gente que quiero, porque soy egoísta. Y alguien me ha dado una buena lección, quitándome aquello que más quería pero que no era capaz de ver hasta perderlo.

Escuché unos pasos firmes y presurosos. Unos segundos, y ahí que estaba frente a mí.

—¡Sakura! ¿Estás bien? —Mebuki Haruno, la madre más bruta que te podías echar a la cara. Podía ser dulce si se lo proponía, claro. Pero solíamos chocar mucho. Fuera de la relación madre-adolescente, las dos teníamos el mismo carácter. Y eso, quieras que no, prende y termina explotando. Pero era una mujer admirable y valiente a la par, que estaba allí si la necesitabas. Todos tenemos nuestros puntos flacos, ¿no?


Se acercó a mi y me besó en la acalorada mejilla con delicadeza, para después sentarse en el borde de la cama y acariciar con cierta parsimonia mi cabello rosado. Al poco tiempo se dió cuenta de mi febril estado, lo que yo intentaba disimular, sin éxito. Hizo el amago de hablar, pero yo fuí más rápida.


—Estoy bien, tranquila. Sólo ha sido una pesadilla. Nada que no se pueda arreglar con un poco de agua fría —sonreí intentando parecer convincente, pero mis labios estaban hinchados y temblaban al pronunciar palabra. Mi cuerpo no paraba de sufrir espasmos. No había forma de disimular absolutamente nada.

Ví sus profundas ojeras y me puse todavía peor. Estos días casi no había dormido por culpa de mis gritos. Estaba claro, yo era una carga para todos.

—Hija, sabes que no me importa venir. Que no se te pase por la cabeza que me molestas ni ninguna tontería de esas.


Tarde. Me leyó el pensamiento de manera instantánea. No tenía secretos para ella.

Pero no me rendí, continué diciendo lo maravillosamente bien que estaba.

—Ven aquí, anda —me palpó la sudorosa frente para comprobar lo obvio. Ni falta que hacía, se veía a kilómetros de distancia—. Tienes fiebre. Túmbate un poco, que voy a por un analgésico..., de entre todos los que hay en esta casa.


Tengo que reconocer que me reí un poco; y ella también lo hizo.


—Es lo que tiene ser ninja médico, mamá —dije mientras sostenía su mano, evitando que se levantara—. Ya voy yo, no te preocupes. Mejor descansa, que entre tanta pesadilla no te he dejado dormir. Además, no quiero que te hagas un lío entre tanto potingue —bromeé un poco, intentando convencerla.


Pero las lagrimas escaparon sin más, después de pronunciar esa frase. Dolía. Dolía y mi garganta ya no podía seguir ennudada. No podía fingir estar bien cuando no sabía si él seguía vivo o muerto. No podía.


—Cariño... —me abrazó con fuerza y me miró a los ojos, esta vez, como su niña, ya no como mujer —Se lo agradecí. Porque en un momento como ese, no estaba para reproches. Me acercó un pañuelo que guardaba en mi mesita de noche para que me sonara, y mientras yo lo hacía, ella hablaba—. No quiero atosigarte con todo esto, pero tienes un hospital del cual eres casi la dueña después de Tsunade-sama y Shizune. Hay gente que depende de tí, hija, y no puedes tirar la toalla así. ¿Decepcionarías a tu maestra? Ha puesto toda su confianza en tí, y no dudo de que la enorgulleces muchísimo. Pero si vas a estar así, píde que te dé de baja por un tiempo. Estoy convencida de que no tendrá inconveniente. No es bueno ni para los pacientes ni para tí que estés así, y yo creo que un poco de descanso no hace mal a nadie, ¿verdad? —me sonrió con dulzura al decir esto último. 


—Puede que tengas razón... ¡Pero aún me quedan unas revisiones por hacer y...!


—¡Sakura, escúchame! —me interrumpió con brusquedad— ¿Qué fue lo que te dijo Tsunade?


—Un ninja médico no debe morir, no debe estar en primera línea de batalla. Porque si eso ocurre, el resto del grupo no tendrá salvación en caso de necesitarla. Lo primordial es estar a salvo para mantener a salvo a los demás —lo dije sistemáticamente, de carrerilla. Casi parecía que me lo había aprendido de memoria. Bueno, en realidad, así fue en su momento.


Aplicarlo, era otra historia.


—Cada uno tiene una función que desempeñar. Si no sabes cuál es la tuya, es mejor que no hagas nada. Al menos, hasta que lo tengas claro —empezó a mirarme con una dureza que podría atravesar mi alma y desmembrarme; poco a poco. Pero no me callé. Sabía que podía con esto. Pude cuando se fué Sasuke y podré ahora que no está...


Estallé en llanto. Y, con las lágrimas empapando cada vez más mis mejillas, con sus ojos escrutando mi interior, llenos de rabia, rabia llena de dolor, grité. Gritamos. Una y otra vez.


"¡Pero...! ¡Sakura! ¡Sé que puedo! ¿¡Pero no te ves!? ¡Necesitas...! ¡Cállate!"


—¡Bueno, bueno! ¿Qué pasa aquí? Vais a despertar a todo el vecindario.

De repente, ambas nos callamos para mirarle. Ahí estaba mi padre, Kizashi. Escrutándome con la mirada. 

Iba a hablar, quería contarle que ya no podía más, que mamá no me entendía y jamás lo haría. Que no podía quedarme sin hacer nada viendo como otros se esforzaban por mí. Pero me mantuve en silencio, encogida entre sábanas, empapada en sudor, con restos del dolor que me carcomía marcando mis mejillas.

Le hablé con mis ojos. 

Y estoy convencida de que él, en ese instante, lo comprendió todo.

—Es la pesadilla de todas la noches, ¿verdad? —avanzó hacia nosotras hasta sentarse a mi izquierda, para despues acariciar con parsimonia mi cabello rosado mientras me sonreía como sólo él sabía hacerlo.


Así era mi padre. Idiota, calzonazos, pero extremadamente cariñoso. Ahí que estaba dispuesto a echar una mano si le necesitabas. Podía calmar a mi madre, y eso ya era mucho decir. No sé, tenía ese algo que provocaba que le quisieras a pesar de sus tonterías. Él siempre; y cuando digo siempre es siempre, escuchaba.


Naruto era clavado a él. Sobre todo, en la sonrisa. Unas veces ocultaba dolor, otras manifestaba felicidad. Ambos tenían la capacidad de esconder sus dolencias y preocuparse por las de los demás. Era algo increíble.

Y lo sabía mejor que nadie; yo era incapaz de algo así. El egoísmo, la sombra que siempre me acompañó, de la mano del orgullo, hicieron que perdiera aquello que más quería.

Los recuerdos me cubrieron y empezé a sollozar de nuevo. Mamá, ya más calmada, me abrazó con delicadeza, y me escondí en su pecho. El manantial cargado de memorias no quería dejarme vivir en paz. 

"¡Basta!"


Escuché como una voz rota me llamaba y, poco a poco, fui desembarazándome de los brazos de mi madre para observar a los verdosos ojos. Sí, como los míos.

Pero no pude aguantar, desvié la mirada hacia el suelo de la habitación. Y callé. 

—Sakura... —noté el tacto de sus dedos en mi barbilla, la estaba alzando despacio, quería que le mirara. Quería que me enfrentara al problema cara a cara. 


Pero no me obligó a contestar cuando por fin nos cruzamos. Simplemente, sonrió otra vez, y palpó mi frente con sus gruesos labios. Sentí como las lágrimas retrodecían, el sudor se escondía, los ojos se abrían en sorpresa.


Era la manera que mi padre tenía de elogiar la parte de mi cuerpo que más odiaba.


Se alejó cuando comprobó que me había serenado. Volvío a revolverme el pelo antes de comenzar a hablar.


—¿Crees que a Naruto le hubiera gustado verte así?

Y no necesitó hablarme de hospitales, de víctimas, de responsabilidades. Sólo con esa frase, consiguió atención y determinación por mi parte.


Musité un no entre sollozos mientras me sobaba la nariz. Solté la mano que mamá tenía entre las suyas para poder girarme y coger de la mesita de noche un pañuelo de tela, anaranjado. Me soné estrepitosamente.


—Cielo, lo siento —mi madre fue la que rompió el silencio—. No debí gritarte así, se que estás asustada. Yo también. Pero entiende que tus amigos no podrán sobrevivir sin tu ayuda. Eres médico, debes permanecer alerta y a disposición de todos en una misión, y tal y como estás ahora, lo mejor es que descanses unas semanas. ¿Arriesgarías la vida de todos ellos? ¿Tu propia vida? ¿No decías que querías ser de utilidad por encima de todo?

Sabía que tenía razón. Sabía que los dos tenían razón. Eran las dos caras de una misma moneda. Mi padre era más sentimental, más impetuoso, más bromista, más cálido. Mi madre más seria, disciplinada y fría. Pero ambos, enérgicos y luchadores. A los dos les quería muchísimo.

Se complementaban entre ellos, y me complementaban a mí.

Suspiré y miré a ambos lados de la habitación. En unos segundos, ya me había abalanzado sobre ellos. Les abracé lo más fuerte que mis delgados brazos me permitieron. Me calmé, y al hacerlo, me separé de ellos para terminar la conversación.


—Podéis dormir tranquilos, está todo bien —vi el rostro de mamá, la culpabilidad que reinaba en él por haberme gritado minutos antes. Me acerqué a ella y la bese bien fuerte en la mejilla para dejar claro que no se tenía que preocupar más, que parte de la culpa, la mayoría, era mía—. Gracias. Gracias a los dos.


Mamá me acarició la mejilla y sonrió de lado, más animada. Yo correspondí a esa sonrisa, y me preparé para la que me esperaba al girarme y observar a mi padre.

Pero no encontré esa cálida sonrisa, sino otra, más forzada.

"¿Y ahora qué le pasa?"


Ambos se levantaron dispuestos a irse. Cuando mi madre giró la esquina de mi cuarto, papá se detuvo en la puerta.


—Puede que él esté vivo, quién sabe. Pero que no te bloquee el pensamiento del quizá. Él te prometió que volvería y lo hará. Eso es algo que no debes dudar en ningún momento. Pero, mientras le esperas, mantente con los pies en la tierra. Como siempre ha sido. Valiente y bella, al igual que una flor de cerezo. ¿Harás caso de lo que te digo, princesa? 


Finalmente, se volvió para mirarme.

Ahí estaba. La sonrisa.

Asentí llena de felicidad. Pero cómo le quería.

1 comentario:

Septiembre dijo...

Consejos sabios, donde se refleja la relación de padres e hijos, y las dificultades que conlleva darlos, sin herir sobremanera al adolescente.